¿Y si el “tóxico” eres tú? ¿Es posible el amor desde la intransigencia?

GRETEL QUINTERO ANGULOSUELTAS Y SIN VACUNAR

Gretel Quintero Angulo

5/29/20255 min read

Lo anterior es el texto de un reel que encontré esta mañana publicado en la página de Facebook: “Secretos de vida: Crea una imparable mentalidad que te impulse al éxito”.

I

Vivimos en tiempos de autoayuda. En redes, florecen páginas como esta que prometen enseñarnos a cerrar ciclos, sanar heridas, mantener la vibración alta y soltar personas “tóxicas” como si la vida fuera una lista de control emocional. Las palabras que cito arriba me llamaron la atención no por lo novedoso, que no tienen, sino porque condensan casi todo lo que a mi juicio está mal con la espiritualidad de supermercado que consumimos hoy.

Y esto no lo digo desde la superioridad: yo misma soy amante del crecimiento personal. He llenado diarios desde los diez años y creo sinceramente en el valor de escribir para procesar el dolor. También reconozco la utilidad de la meditación, la introspección y el autoconocimiento. Pero una cosa es hacer trabajo interior y otra muy distinta es usarlo como excusa para rechazar la complejidad humana. Porque no nos engañemos: estos discursos que nos invitan a “no tolerar red flags” y a “cerrar puertas” son cómodos, reconfortantes… y peligrosamente simplistas.

En los últimos años nos hemos cansado de repetir, y con razón, que debemos poner límites, que debemos aprender a identificar y a salirnos de situaciones que, aunque corrientes para generaciones previas, hoy reconocemos como violentas, y eso está bien. ¿Pero qué pasa cuando los límites se convierten en trincheras, cuando el “yo merezco” borra la empatía por el otro? Y, más importante aún, ¿qué pasa si el que hiere, el que falla, el que no estuvo a la altura y acaba recibiendo el portazo definitivo en la cara, eres tú?

II

Desde que el término “tóxico” se volvió parte del lenguaje común, pareciera que toda relación, ya sea familiar, amorosa, de amistad o laboral, está destinada a terminar o pasar en algún momento por un tribunal moral en donde se juzga al otro desde una cómoda posición de supuesta víctima empoderada. Y las pocas veces que alguien se pregunta por las causas de la toxicidad del otro, sean cuáles sean, se asume que, en última instancia, las pobrecitas víctimas no tienen que por qué soportar sus consecuencias. Y no digo que en algunos casos no haya en esto razón, pero creo que se olvida con demasiada frecuencia que la mayoría de las veces el mal es banal y que todos podemos generarlo por ignorancia o impulsividad, por no tener las herramientas necesarias para evitarlo, por desconocimiento de todas las consecuencias de nuestros actos, por miedo…

Aunque la idea de la banalidad del mal fue desarrollada luego de la II Guerra Mundial por Hannah Arendt para referirse a contextos muchísimo más oscuros, su reflexión es también útil para pensarnos en la vida cotidiana y hacia lo íntimo de nuestras relaciones. Ella no hablaba del mal como algo monstruoso que nace en otros —en “los malos”—, sino como algo que surge de la incapacidad de pensar, de reflexionar críticamente sobre nuestros actos y sobre el daño que podemos causar simplemente por seguir rutinas, por repetir discursos, por no cuestionarnos a nosotros mismos, etc.; a lo que yo agregaría que puede surgir también de tomar decisiones que, aunque lógicas y ventajosas para nosotros, acarrean perjuicios para terceros que son más o menos inevitables y de los que podemos ser o no conscientes. ¿Qué pasa entonces con ese mal que no es producto del deseo de destruir al otro, sino simplemente de la situación o del error humano? ¿Es eso también imperdonable?

El riesgo de instalarse en ese lugar de víctima eterna, de “yo sólo he sido dañado”, sin detenerse a pensar en lo que uno ha hecho o dejado de hacer, sin asumir responsabilidad, sin siquiera abrir espacio a la duda, es que uno puede también estar participando, sin querer, en reproducir, o magnificar, el daño. Me acuerdo ahora de un amigo con el que tuve una fuerte discusión laboral a raíz de la presentación en un evento de un trabajo en común que él debía hacer y a la que no se presentó por motivos de una cita médica de última hora. Como resultado, yo tuve que asumir la charla a pesar de que había planeado pasar esa tarde con mi familia.

Al día siguiente, hablando en buen cubano, no solo le dije hasta del mal que se iba a morir, sino que me quejé de él frente al resto de compañeros, contando lo que había pasado a todo el que quisiera escuchar. Estaba lista para borrarlo de mi lista de amigos por lo que sentí como una enorme irresponsabilidad ante el trabajo y una gran falta de respeto hacia mí. Sin embargo, esa misma tarde, cuando ya yo estaba más tranquila, él se me acercó y, luego de reconocer su error y ofrecerme disculpas, me dijo en tono ya más relajado que no me preocupara, que a partir de ahora nuestra amistad sería más fuerte porque ya habíamos superado nuestro primer conflicto, palabras que le agradezco mucho, pues los años han demostrado que tenía razón.

Y es que tampoco se trata de vivir con rencor o culpa constante, ni de autoflagelarse o castigar continuamente a los otros, sino de reconocer con humildad que uno no siempre tiene la razón. Que equivocarse, dejarse llevar por la ira, incluso alterarse y exagerar las cosas también es humano; y que, en consecuencia, uno también puede, en algún momento estar necesitado de esa misma comprensión que con demasiada facilidad y negligencia tanto gurú autoinventado nos aconseja negarle a los demás.

III

El mayor problema que yo veo en estos discursos de “red flags” y puertas cerradas es que nos sitúan en un lugar de superioridad moral. Como si los errores de los demás invalidaran por completo el vínculo, sin considerar contexto, historia, intención. Nos volvemos verdugos de otros sin pensar que en cualquier momento podríamos estar del otro lado del juicio. Porque —y ahora, querido lector quiero que seas por completo sincero contigo mismo—, ¿cuántas veces no has hecho daño sin querer? ¿Cuántas veces no has esperado y necesitado que te entiendan y perdonen, que no te midan solo por tu peor momento?

Hay, además, algo particularmente cruel cuando este juicio se da entre hombres y mujeres, porque nosotras cargamos con el mandato de la comprensión. Somos las que entendemos, aguantamos, justificamos, mediamos, y, en consecuencia, las que terminamos siendo juzgadas y castigadas, muchas veces con máximo rigor y dureza, por el mismo tipo de fallos que, haciendo acopio de toda nuestra resignación y empatía, hemos soportado, resuelto mediante el diálogo o, simplemente, dejado pasar.

Después nos quejamos de la soledad, incluso con respecto a esto se habla hoy en día de una crisis, pero ¿cuánto de esa soledad es resultado de nuestra propia incapacidad para comprender al otro? Y, ojo, que no hablo de aguantar el maltrato, hablo de tolerar la diferencia, el error, lo humano. Pues si cada fallo implica un juicio final, entonces ¿quién queda a tu lado? Nadie. Porque todos, absolutamente todos, erramos.

Escribir este texto me ha hecho pensar que quizás necesitamos menos gurús de TikTok y más conversaciones reales. Más voluntad de construir vínculos que no sean perfectos, pero sí honestos. Más valor para perdonar lo que no fue con maldad, y más sabiduría para distinguir el error del daño deliberado. Porque si no, este mundo de crecimiento personal termina convirtiéndonos en islas de falsa autosuficiencia.

También ha hecho que recuerde a las personas que he perdido porque no pudieron —o no quisieron, o yo no quise— tener una conversación aclaratoria conmigo sobre algo en que, no siempre a sabiendas, los ofendí o me ofendieron. Y no puedo menos que terminar agradeciendo a quienes siguen compartiendo conmigo su cariño a pesar de mis fallos.

“Disculpas aceptadas, acceso denegado;

perdón concedido, confianza bloqueada;

lección aprendida, herida curada;

ciclo cerrado, puerta clausurada.”