¿Qué esperan las mujeres del feminismo?
SUELTAS Y SIN VACUNARGRETEL QUINTERO ANGULO
Es sábado y la mañana comienza con mi novio y yo despertando luego de tener los dos una larga semana de trabajo. Él planea pasar la jornada frente a su computadora, jugando al fútbol y viendo series para desconectar. Yo me alisto enseguida para ir al mercado; quiero regresar lo antes posible de modo que me dé tiempo a limpiar la casa mientras cuido a mi abuela nonagenaria que está a mi cargo este día. Hacia el final de la tarde, con las compras hechas, la comida preparada y mi abuela y la casa bien atendidas, tomo un baño y me dejo caer en la cama con la idea de leer un rato. A los pocos minutos mi novio se acerca y me propone una salida para esa noche; no recuerdo a dónde, la verdad. Yo le digo que estoy un poco cansada y prefiero comer en la casa y ver alguna película, a lo que él replica que hace varios fines de semana que no salimos y que deberíamos hacer más cosas juntos, para luego acusarme de estar descuidando la relación. Su respuesta, por supuesto, no me gustó nada, y enseguida le hice notar que si estaba cansada era porque me había pasado el día buscando y preparando la comida que íbamos a comer, limpiando la casa en donde los dos vivíamos y cuidando de una anciana. Pero desde su punto de vista mi argumento no era válido, ya que, según me informó, “eso es lo que hacen todas las mujeres y no se andan quejando tanto”.
Así que, ¿qué pretendemos las mujeres con el feminismo? Pues lo cierto es que yo no puedo, ni deseo, responder a esa pregunta en el nombre de todas, pero puedo hablar por mí y contarles las tres cosillas básicas que yo espero para nosotras y que considero que aún no hemos conseguido. En primerísimo lugar, me encantaría que se reconozca que yo no soy “las mujeres”, yo soy un ser humano que entre otras muchas cualidades tiene la de haber nacido con sexo femenino. Pensar a las mujeres como seres individuales y no como entes indiferenciados dentro del conjunto genérico de lo que “las mujeres deberíamos ser” significa aceptar de una vez por todas que cada una de nosotras posee aspiraciones y necesidades propias, y que tenemos tanto derecho como cualquiera a soñarnos donde queramos y a llegar hasta donde nuestras capacidades y circunstancias lo permitan, sin que nuestro sexo sea por fuerza una ventaja o un límite. En un mundo ideal no debería importar -y aquí voy a poner un ejemplo que me es cercano-, pues decía que no debería importar si somos una más en una aula llena de muchachas que estudian Biología, o la única en un aula de aspirantes a físicos si es ahí donde queremos estar. En ese mismo mundo, seríamos valoradas por nuestra personalidad y desempeño, y no por nuestro sexo, como mismo se espera que no se juzgue a las personas en función de su religión, su procedencia geográfica o su color de piel.
Pero pensar a las mujeres como individuos también implica que se deje de tratarnos como si le debiéramos una serie de servicios de cuidado, emocionales y sexuales a los otros bajo la suposición -por demás incorrecta- de que el placer de brindar esos servicios está grabado tan profundamente en el “ADN femenino” que solo nos sentimos completas y realizadas si los damos, nos come la culpa si no los cumplimos, y cumplirlos no consume nuestra energía porque no salen de forma “natural”. ¡Cómo me gustaría ver caer esa conexión entre feminidad y tareas domésticas que en la práctica se traduce en una carga mental y física enrome! Es verdad que hay mujeres que convierten de buena gana a estas tareas en su centro. Muchas otras, en cambio, solo las aceptan porque creen que es su obligación, como si lo doméstico fuera su único lugar posible o un rol para ellas inevitable. Y antes de que alguien me acuse, como ya ha sucedido, de estar diciendo esto porque soy una “vaga” -las mujeres, recuérdese, debemos ser dedicadas y hacendosas-, aclaro que las tareas domésticas están ahí y alguien tiene que hacerlas (esto es bastante obvio), y que por barrer el piso no se va a acabar el mundo ni se va a morir nadie (esto quizás ya no tanto). La injusticia radica en que recaigan la mayoría de las veces y sin importar las circunstancias exclusivamente sobre los miembros femeninos de las familias -y no sobre todos sus miembros adultos-, bajo justificaciones del tipo “eso es lo que hacen todas las mujeres y no se andan quejando tanto”.
¿Qué no se quejan? ¡Claro que se quejan!, lo que pasa es que por lo general no es con gritos de rebeldía, sino más bien con susurros sordos de resignación. Y yo quisiera, sobre todo, que las mujeres no fuéramos unas resignadas, que dejemos de aparentar felicidad, convicción o fortaleza ante situaciones que nos incomodan y nos dañan; y que dejemos de hacerlo de verdad y no, como es muy común ahora que el feminismo está de moda, tan solo en público y tan solo de palabra. Quisiera que ya no permitamos que se utilice nuestro sexo para forzar nuestros deseos y caminos de vida, y que seamos capaces de construirnos un mundo donde nos sintamos libres, cómodas y respetadas incluso entre nuestras responsabilidades; y no juzgadas, culpables u obligadas. Y por último, pero no menos importante, desearía también que fuéramos capaces de hacer siempre lo que yo no hice aquel sábado ya lejano de mi historia, y en lugar de aceptar la salida por miedo a que me abandonaran al ser yo “menos que otras”, tener el valor de hablar abierta y asertivamente de estas cosas con quienes nos rodean cuantas veces haga falta.

