Ofelia

GRETEL QUINTERO ANGULOLETRAS Y MÁS LETRAS

Gretel Quintero Angulo

10/31/20244 min read

Quería sus sueños hechos realidad y aunque no podía explicarse muy bien cómo, ya había logrado algunas cosas. Meses atrás comenzó a notar que podía hacer aparecer pequeños objetos aleatorios, artefactos inservibles, insectos, cucarachas que cruzaban las habitaciones con paso apresurado y que nada tenían que ver con la impecable limpieza de la casa. Aquella mañana en la que por fin alcanzó su primera gran materialización todo empezó por un ligero olor a vainilla y un rayo de sol que irrumpió por los intersticios de la ventana de su cuarto. Ella se dio vuelta en el colchón todavía algo dormida y allí estaba él. Sin dejar de admirar sus miembros fuertes, su piel oscura, Ofelia no necesitó reflexionar para entender lo sucedido. Lo había hecho venir del sueño, no había otra explicación posible. Con mucha lentitud acercó su rostro al cuerpo del hombre y descubrió que eran sus cabellos largos y brillantes lo que olía. Entonces recordó que en el sueño había mucha humedad. El agua corría a chorros por el pelo de él y caía sobre ella, empapándole el rostro y trayendo pequeños fragmentos de flores de vainilla.

La segunda vez no fue tan agradable. Un gran número de insectos, esos pequeños temores que Ofelia había sembrado durante meses por las esquinas de su casa, se presentaron juntos a recordarle que ellos estaban antes del agua y la vainilla, que habían sido en primerísimo lugar. Despertó con miles de ellos, mayormente cucarachas, copulando sobre su cama y su cuerpo. Creyó que moriría de tanto vómito. Mientras fumigaba el cuarto y después, mientras sacaba los bichos muertos de la casa, se le ocurrió que debía aprender a encauzar y controlar sus sueños, y a partir de esa noche trató de solo tener pensamientos felices antes de acostarse.

Pasadas unas pocas semanas nada le interesaba más que irse a dormir en la espera de la sorpresa que pudiera producirse. El poco tiempo libre que le dejaba el disfrute del resultado de los sueños lo empleaba en una recuperación frenética de todas las cosas que alguna vez le habían gustado, de todos sus momentos felices. Respecto a esto no se había equivocado, eran el mejor estímulo para liberar sus deseos y propiciar la maravilla.

Había conversado con Napoleón a raíz del hallazgo de un viejo trabajo de la escuela, y como cuando se aburrieron de hablar no supo qué hacer con aquel hombre, había conseguido que se uniera nuevamente al ejército y desde entonces escuchaba siempre las noticias, ansiosa por saber si todo volvería a suceder. Tenía en su casa pequeños animales mitológicos de todos los tipos, y una mañana se había despertado, en lugar de en la cama, en la selva oscura de los cuentos de hadas que ahora ocupaba el lugar de su jardín, con árboles grandes hasta el infinito, casas de caramelo y montones de hojas rojas y amarillas acolchonando el piso.

Eventualmente se topó con unas fotos desteñidas tomadas con la polaroid de su padre: las instantáneas de su primera vez en la playa. Recordó todas las sensaciones encontradas que el mar le provocaba. La belleza de sus tonos verdiazules, el picor de la arena que se le metía en la trusa, las incómodas quemaduras del Sol, las pecas cada vez más abundantes en las mejillas y en la espalda, el frescor infinito del agua y el placer de deslizarse bajo ella con los ojos cerrados tocando algas y peces, tan solo para luego abrirlos de pronto y sentir el impacto conjunto de la luz y la sal...

A la mañana siguiente despertó plácida, embebida por completo en esa sensación tan típica de después de los días de mar, en la que aún tendida en la cama una se siente oscilar como si fuera acunada por las olas. Solo que esta vez no era el cansancio confundiendo a su cuerpo. Así pudo comprobarlo cuando abrió los ojos y sientió en ellos la conocida aspereza del agua salada. Estaba aún en la cama y estaba a la vez rodeada de algas y de peces, y si dejaba caer la mano por el borde del colchón podía incluso tocar la arena fría del fondo. Arriba, la claridad de un sol intenso presagiaba nuevas manchas para la piel. Permaneció así un rato más, con los ojos cerrados nuevamente, solo dejándose llevar. Cuando sintió que pronto iba a faltarle el aire decidió nadar hacia arriba. A medida que ascendía unas manchas negras y variables comenzaron a aparecer en la superficie. Poco a poco iban tapándole el sol. Nadó más rápido, preocupada por el súbito oscurecimiento del astro, pero la distancia hasta la luz era cada vez mayor, y a cada segundo aparecían más y más insectos. No solo estaban en la superficie, sino que surgían por los bordes de la cama y desde el fondo también la perseguían. Un tupido enjambre regalando un abrazo a su creador. Así estaba Ofelia días después cuando hallaron el cuerpo flotando en aquel río que había surgido de la nada en medio de un jardín de tonos otoñales aún más inverosímil: envuelta en guirnaldas de insectos medio muertos –mayormente cucarachas—, varados en su carne con alas temblorosas, desesperados, llorando el deceso de su madre y, aún más, su desamor.