Lo esencial, ¿invisible a los ojos?

GRETEL QUINTERO ANGULOSUELTAS Y SIN VACUNAR

Gretel Quintero Angulo

9/19/202412 min read

Nadar en seco, en la sala–teatro Adolfo Llauradó de La Habana, hace ya algunos años. Una actriz en traje y tacones se sitúa en el proscenio. En las manos trae una pesa. La coloca en el suelo y se sube en ella. Descontenta con el resultado se descalza, se desviste y se vuelve a pesar; pero sigue insatisfecha. Entonces decide pesar por separado cada una de las partes de su cuerpo. Mientras tanto, un segundo actor ha posicionado una pizarra al fondo del escenario y anota en ella el resultado de cada medición cual si se tratara de la tablilla anunciadora de un mercado: pierna, tantas libras; lomo, otras tantas…, y así hasta el momento cumbre de la escena, en el que la mujer pesa su cabeza y el hombre anota: “Seso: 0 lb”, después de lo cual ambos actores recogen su utilería y se retiran.

El final de la escena mueve a la risa a casi todos los espectadores. Para quienes consideran que su medida de seso es no nula, reírse de la vanidad está bien. Además, ya Antoine de Saint-Exupéry lo dejó dicho en El principito: “…lo esencial es invisible a los ojos…”.

Comer o no comer

A la par que el temor a quedarnos sin marido y sin hijos, y muy relacionado con ambos, el miedo a estar gordas se nos inculca a las mujeres desde niñas. En mi familia el más mínimo suceso suele celebrarse alrededor de la mesa, por eso desde que tengo uso de razón me he visto avocada a un “comer o no comer” diario, quizás más prosaico que el conflicto del príncipe danés, mas no por eso menos violento ni menos trágico.

Como nunca he sido súperflaca, no más despuntó mi adolescencia comencé a recibir de casi todas partes consejos espontáneos sobre dietas, ejercicios y alimentación. A medida que me fui haciendo adulta, las diferencias entre la conformación que tomaba mi cuerpo y lo que yo esperaba de él me hicieron sufrir muchísimo. Si iba a la playa, por ejemplo, hasta la más recatada de las trusas me parecía un instrumento de tortura por el hecho de tener que enseñar la celulitis de mis nalgas.

En la universidad bajé muchísimo de peso por la frecuencia con que me saltaba las comidas. No obstante, cuando las personas me preguntaban, preocupadas, si mi delgadez era debida a alguna enfermedad, mi felicidad no podía ser más grande al explicarles que no, que estaba perfectamente sana, y les dejaba creer que la reducción en mi peso era a causa de una disciplina de dieta y ejercicios, es decir, que constituía un triunfo de mi fuerza de voluntad en contra de las calorías. Tendría que aumentar otra vez para darme cuenta de que, en realidad, el problema no es es el peso.

La revelación sucedió una tarde mientras iba a comprar pan. En las siete cuadras que había de mi casa a la panadería me crucé al menos con cinco conocidos del barrio. Todos se mostraron muy angustiados por mi reciente subida de peso, e incluso algunos llegaron a decirme, con mucho aspaviento, que casi no me habían podido reconocer. De regreso en la casa y luego de un rato frente al espejo, me enfrenté a la pesa en busca de respuestas, pero eso solo sirvió para refirmar lo que ya intuía: que mi aumento de alrededor de cinco libras no justificaba la reacción exagerada de mis vecinos. ¿Por qué entonces se mostraban tan consternados por un cambio que poco afectaba mi salud y mi aspecto? ¿Por qué personas con las cuales mis relaciones no solían pasar de la cortesía de un saludo se sentían de pronto obligadas a aconsejarme que me “aguantara la boca” para “no perder la línea”?

Las mujeres, esos seres imperfectos

Entre mis familiares, amigas y otras mujeres de mi entorno pueden encontrarse desde la que está que los huesos pero día tras día almuerza nada más un pastelito para no aumentar ni un gramo, hasta la que va al gimnasio desesperada porque sus muslos cojan volumen; desde la que usa sostenes con relleno para aparentar mayor tamaño de busto, hasta la que ha arruinado su postura de tanto echar los hombros hacia delante a fin de disimular las grandes dimensiones del suyo; está también la que siempre va con ropa larga porque encuentra que sus piernas son muy flacas, la que nunca usa tirantes porque la acomplejan sus brazos gruesos o los huesos muy marcados de sus clavículas, la que es capaz de aplicarse hasta aceite de cocinar en el pelo para que se le mantengan los rizos, y las que, como yo, hemos sido adictas a la queratina.

Sea que lo aceptemos en público o no, la mayoría de las mujeres, en algún punto de la vida, hemos acabado por desarrollar ese sentimiento con respecto a nuestro cuerpo de que no es totalmente adecuado. Algo de lo cual suele culparse con excesiva ligereza a la propaganda y los medios de comunicación, pero que si es tan difícil de enfrentar es porque este tipo de pensamiento es producido y reforzado durante la interacción con las personas que nos rodean –familia, amigos, vecinos, parejas, compañeros de trabajo…–, y por nosotras mismas, que aplicamos esa misma facilidad adquirida para descubrir “defectos” en nuestros cuerpos, a hallarlos en los de otras mujeres, y a decírselos.

Y es que por más genéticos o naturales que sean estos “defectos” –o sea, las diferencias entre nuestros cuerpos y los patrones de belleza imperantes en un momento dado–, ellos recaen sobre nosotras desde el momento en que los aceptamos y no utilizamos nuestra inteligencia para corregirlos o disimularlos. Más aún en los tiempos que corren, en los que si el maquillaje, las dietas y los ejercicios no funcionan, siempre podemos recurrir al cirujano plástico. Por eso, además, en el caso de que estemos fallando o tomando un camino equivocado en cuanto a nuestro aspecto, siempre habrá un alma caritativa que nos lo señale, lo cual revela otra de las aristas fundamentales de este asunto: el ser bella no es una cuestión privada de cada mujer, sino una exigencia social. Pero ¿de dónde nos viene, en definitiva, esta obligación?

Lo femenino: ¿biología o construcción social?

Decía Monique Wittig en su ensayo La categoría de sexo que:

“Estén donde estén, hagan lo que hagan (incluyendo cuando trabajan en el sector público) –las mujeres– son vistas como (y convertidas en) sexualmente disponibles para los hombres y ellas, senos, nalgas, vestidos, deben ser visibles. (…)

La categoría de sexo es la categoría que une a las mujeres porque ellas no pueden ser concebidas por fuera de esa categoría. Sólo ellas son sexo, el sexo, y se las ha convertido en sexo en su espíritu, su cuerpo, sus actos, sus gestos…” [6]

Y aunque a primera vista este texto pudiera parecer violento o exagerado, es un hecho que desde hace siglos en la noción de “lo femenino” del imaginario occidental se toma una parte –el sexo, tanto en su aspecto relacionado con el placer como a través del papel que jugamos en la reproducción–, por el todo. Para nosotras “la perpetuación de la especie” en el sentido más básico que reduce este concepto a la concepción y el alumbramiento, constituye una suerte de servicio público obligatorio, que se ha asumido debe ser el principal interés y objetivo de nuestras vidas, y cuya responsabilidad recae totalmente sobre nosotras, aun cuando no podamos realizarlo solas.

Por eso, crecer habiendo nacido hembra conlleva también el prepararse para la “caza” y “conservación” del futuro “padre de tus hijos” a través de la combinación correcta de cuidados domésticos y satisfacción sexual; mantener un aspecto físico adecuado se considera parte imprescindible del cortejo, que además de ser el primer paso para la reproducción tradicional, es una forma de placer altamente valorada. De allí la preocupación que se manifiesta de forma colectiva hacia el físico femenino –la conservación de la especie sí nos incumbe a todos–, y la idealización sufrida por la maternidad, que se nos presenta desde niñas como una forma de realización definitiva e imprescindible.

Sin embargo, por chocante que a algunos le parezca, esto último no es así. Las mujeres, en tanto seres humanos, tenemos la capacidad, el derecho, y sobre todo la necesidad de desarrollar también nuestros intereses intelectuales y espirituales, y de explorar la vida a profundidad más allá de la sexualidad y lo doméstico. Lamentablemente, el que los dioses, la biología, el azar, o quién sabe si hasta un poco los tres juntos, hayan determinado que en la reproducción humana las mujeres llevemos en nuestro interior a los nuevos individuos durante nueve meses, ha llegado a ser la fuente de una serie de tabúes, estereotipos y reglas que pesan sobre nosotras y que poco tienen que ver directamente con la concepción y la crianza de los hijos.

“Virtudes femeninas”

Existe una especie de leyenda según la cual la diferenciación de los roles sociales de los sexos se originó en la necesidad de las comunidades primitivas de protegerse contra la extinción preservando a sus féminas de las tareas y entornos peligrosos para que puedan gestar con tranquilidad. De acuerdo con el mito, esta sería la razón que desencadenó los procesos mediante los cuales las mujeres pasaron a ocupar un lugar secundario en la vida social, convirtiéndose lo doméstico en su reino, mientras que lo público devino el del hombre. La antropología, por su parte, parece indicar más bien que el status político e intelectualmente secundario que desde hace siglos las mujeres hemos ocupado con respecto a los hombres en occidente está relacionado, más que con la protección durante los meses de embarazo, con la formalización del matrimonio en las comunidades con descendencia patrilineal y del desarrollo de la propiedad privada, en especial, de las leyes de herencia (véase, por ejemplo, el apasionante libro de George Thomson, Esquilo y Atenas).

En cualquier caso, la reducción de la mujer al ámbito del hogar y su dependencia económica del hombre, que ha sido casi constante en occidente desde la Grecia clásica, condujo no solo a su pérdida de derechos civiles y políticos, sino que propició el menosprecio de su intelecto y el desarrollo de ese ideal que podríamos llamar las “virtudes femeninas” (muy difundidas y apoyadas también por las religiones judeo-cristianas): un conjunto de actitudes y destrezas necesarias para la conformación y el mantenimiento de la familia entre las que se cuentan las habilidades para las tareas domésticas y la obediencia, la belleza y la disponibilidad sexual como formas de complacer, apoyar y conservar a sus esposos. Habilidades que pasaron de ser una necesidad creada por un ordenamiento social específico, a considerarse como definitorias e intrínsecas de nuestro sexo.

En la actualidad el “deber ser” de las mujeres en occidente carga tanto con estas ideas como con la oposición a ellas encarnada en los diversos movimientos feministas de los últimos ciento cincuenta años. Aunque en América y Europa las mujeres contamos hoy en día con el “permiso social” para estudiar, trabajar, e incluso tener negocios o hacer carrera, continuamos viviendo en un mundo en el que se nos sigue definiendo por nuestra capacidad de dar a luz. Este es el mundo de la doble jornada, en el que a la mujer se le exige que por hacer “cosas de hombre” no abandone sus roles femeninos tradicionales, y que la enfrenta a la ambigua situación de tener que rendir en el trabajo como si no tuviera familia, y de tener que comportarse con su familia como si no trabajara. El mundo en el que las “virtudes femeninas”, superando los predios domésticos, han devenido un requerimiento más en los centros laborales donde se espera de nosotras que seamos, sobre todo, “niñas buenas”: dóciles, calladas, obedientes, organizadas, hacendosas, delicadas, dispuestas, comprensivas, y que estemos siempre sonrientes y bellas. Un universo ideológico donde cualquier “mal comportamiento”, como, por ejemplo, la defensa apasionada de nuestras opiniones o derechos, termina siendo achacado a nuestro natural histérico, a la falta de pareja, a la menopausia o a que en esos días tenemos la regla. Un mundo en donde el ideal de la mujer “completa” –buena madre, buena hija, buena esposa, buena amante, buena profesional– se trasmuta en la realidad de la mujer exhausta.

En medio de esta carrera hacia una perfección que difícilmente podremos alcanzar, un papel fundamental en la propagación de las ideas relacionadas con la importancia de la belleza para el éxito de la mujer en todos los ámbitos de su vida lo juegan los medios de comunicación masiva, y la industria de la moda y los cosméticos. Basta echar un vistazo a la publicidad promovida por la industria de la belleza, para notar que, en su mayoría, estas campañas crean y profundizan los temores de las mujeres sobre su apariencia física. Por otro lado, no podemos ignorar que gran parte del aprendizaje sobre la vida se realiza en la actualidad a través de los medios –desde la televisión hasta las redes sociales–, en los que, además, los seres humanos proyectamos de manera colectiva nuestros sueños. Si ya resultaba extraño que en la televisión y el cine la mayoría de las personas en pantalla cumplan los cánones de belleza del momento, las redes sociales han demostrado tener la misma efectividad para la perpetuación de los estereotipos que los medios tradicionales, a pesar de ser mucho más democráticas en cuanto a la producción de sus contenidos y de dar voz a movimientos como el body positivity que luchan, sin demasiado éxito, por hacer menos estrictos los cánones de belleza.

Para que la belleza no constituya una forma de opresión

Llegados a este punto, está claro que, si bien la preocupación y el esfuerzo que muchas mujeres dedicamos a mantenernos dentro de ciertos estándares de belleza no son infundados, tampoco son producidos por una vanidad intrínseca e ineludible del sexo femenino, y mucho menos por nuestra falta de “seso”. Es el resultado de lo que desde niñas aprendemos que se espera de nosotras, una expectativa por cuyo cumplimiento somos premiadas y cuyo incumplimiento puede tener consecuencias desastrosas, generando miedos, inseguridades, falta de autoestima e incluso limitando nuestras oportunidades personales y profesionales. Por ello resulta chocante que como sociedad asumamos el papel de un Dr. Frankenstein que no solo rechaza a la criatura que ha creado, sino que se ríe de sus sufrimientos, pues a la par de producir y reproducir las bases ideológicas para la aparición de la preocupación por la belleza en las mujeres, ha desarrollado el convencimiento de que esta es una inquietud secundaria o ridícula, un anhelo sin sentido de seres que son esencialmente superficiales.

Este no es, por supuesto, el tipo de problema que se resuelve saliendo con pancartas a la calle, pero tampoco ignorándolo ni intentando minimizarlo a través de fórmulas banales como “aceptarse a sí mismo”, o “no hacer caso a las opiniones de los demás”. En tanto situación que genera malestar e inconformidad lo más sano es querer hacer algo por cambiarla, ¿no? ¿Pero qué es exactamente lo que tenemos que cambiar? ¿Nuestros cuerpos, que nos han sido dados y a través de los cuales experimentamos la única vida que nos es verdaderamente conocida, o la sociedad patriarcal, la industria, los medios, el machismo y demás miembros de esa especie de chivos expiatorios colectivos y abstractos a los que se suele echar mano para eludir responsabilidades individuales? ¿Porque, quiénes son en definitiva la sociedad patriarcal, los medios, el machismo… sino también las mujeres, cuyas actitudes más o menos conscientes nos conducen a aceptar ciertos comportamientos solo porque están normalizados, promoviendo las relaciones sociales que perpetúan nuestra propia opresión?

Está claro que no resulta fácil romper con las ideas que han dado sentido y estructura a nuestro mundo interno, pero valdría la pena proponernos, desde un punto de vista práctico, abandonar todas esas romantizaciones de lo espiritual que nos disminuyen y nos lastiman, y aceptar la trascendencia real que el aspecto físico posee en nuestra vida; tal vez así logremos manejar de formas más efectivas el impacto que tiene para nosotras la belleza o su falta. Y, por otra parte, también podríamos, dando ahora una mirada utópica al futuro, comenzar a identificar y eliminar de nuestra cotidianidad las actitudes que contribuyen a asignar a las discrepancias entre nuestros cuerpos y los ideales establecidos una importancia mayor de la que tienen, la primera de todas, esa pésima costumbre de hacerle siempre a las otras mujeres comentarios sobre los “defectos” de su aspecto físico. Démonos la oportunidad de existir como individuos más allá de esas etiquetas que han tratado de ponernos desde niños, pero dentro de las que no cabemos y que no nos definen.

Algunos consejos prácticos

Si las soluciones que te propongo en el párrafo anterior te parecen muy abstractas, o sientes que comenzar a atacar este problema es demasiado complicado, aquí van algunos consejos prácticos, pero muy efectivos y de fácil implementación 😉 para hacernos la vida, a nosotros y a los demás, un poquito mejor:

  • Deja de hacer comentarios sobre el físico de otras personas: demuestra que respetas a los demás más allá de su apariencia.

  • Reflexiona sobre tus propios hábitos y estándares de belleza: Identifica qué prácticas realizas por presión social para que puedas liberarte de ellas y centrarte en lo que te satisface y te conviene a ti.

  • No dejes que los demás utilicen tu apariencia para disminuirte: Si bien soy una persona que aboga por la paz, creo también que uno no tiene por qué soportar pasivamente situaciones o comentarios incómodos, así que ya sea con una explicación acertiva o una réplica inteligente, déjale saber a esa persona que te está haciendo sentir mal por tu apariencia no solo que eres más que tu cuerpo, sino que la veracidad de esta frase está fuera de discusión.

  • Promueve la aceptación de la diversidad corporal: Normaliza la diversidad física de los seres humanos, y usa un lenguaje inclusivo y respetuoso que no perpetúe estereotipos de belleza que para algunos serán siempre inalcanzables.

  • Educa a niñas y adolescentes sobre su valor más allá de la apariencia: Bríndale herramientas para resistir la presión social y centrarse en sus habilidades, talentos y capacidades.

  • Celebra cualidades y logros no relacionados con la apariencia: Valora habilidades y metas personales para fortalecer una autoestima basada en nuestros valores y capacidades, y no en nuestra apariencia.