La Cuba increíble

ISLA PERDIDAGRETEL QUINTERO ANGULO

Gretel Quintero Angulo

6/23/202411 min read

      Un querido amigo escritor solía decirme que la vida es un gran lugar común y es cierto que, en mayor o menor medida, los seres humanos funcionamos a partir de ideas preconcebidas acerca de cómo son, en general, los hombres y las mujeres, los negros y los blancos, los artistas y los científicos, los europeos y los americanos. ¿Un ejemplo? Fácil: “Todos los cubanos adoran bailar salsa.”

      Hace rato que perdí la cuenta de los europeos que me han dicho que ellos jurarían que en Cuba absolutamente todo el mundo no solo ama la salsa, sino que la baila súper bien -eso, hasta que me ven bailarla a mí 😉. Y cómo se sorprenden, y hasta ponen en duda mi palabra, cuando les digo que yo nunca he ido a ninguna discoteca o bar con el propósito específico de bailar salsa, porque no me gusta. Y si a eso le añado que no soy de Cuba Libre ni Mojito, más bien de Piña Colada, pues es el momento de sacar el pasaporte, y mostrar que no estoy mintiendo y de verdad nací en la Isla.

       Otro estereotipo sobre los cubanos que me divierte muchísimo es esta idea de que andamos siempre en trusa y chancletas. Más de una vez me han comentado lo rico que debe ser trabajar en la Universidad de La Habana, investigando con la ropa de playa puesta y yendo a darse un chapuzón cada vez que el programa no te compile o el cálculo no te dé. Por desgracia, no todos los cubanos tenemos la suerte de vivir o trabajar a dos pasos del mar, y en cuanto al estilo de vestir, pues los profesores en Cuba vestimos como los del resto del mundo, o al menos como los de Europa y América, que son los que yo misma he visto.

       A pesar de mi tono relajado, en mi año y medio en Europa he tenido que aprender a recibir bien estos comentarios, y así le ha pasado también a muchos amigos. En lo personal, pienso que, en gran parte gracias al marketing turístico, en el imaginario mundial Cuba y su riquísima cultura han sido reducidas a la tríada de fiesta, playa y mulata, y es una pena, porque somos mucho más que eso. Sí, aunque parezca increíble, además de la altísima calidad de sus músicos, Cuba ha dado grandes artistas, escritores, intelectuales, políticos, arquitectos… e incluso hasta grandes científicos. Por eso duele que una vez y otra se nos asocie solo a la diversión, que nos hayamos convertido, de conjunto con otras regiones geográficas cercanas, en una especie de patio de recreación del mundo.

       Puedo entender que muchas veces, cuando conoces a alguien nuevo y se entera de que eres cubano, el estereotipo es para esta persona una manera de intentar conectar contigo, y que no es su intención ofenderte o minimizarte, al contrario. Y podría dejarlo pasar, pero no tengo por qué mentir sobre mis gustos para encajar en las preconcepciones de nadie acerca de los cubanos, así que, al menos para mí, lo mejor es hacer una breve aclaración en espera de que mi interlocutor esté dispuesto a asimilarla. Pero no siempre se encuentra uno con el turista aplicado, el explorador entusiasta, o el curioso inocente.

Pobres pero felices

      En realidad, esta idea trata de aplicarse no solo a Cuba, sino a todo el mundo no desarrollado. La asociación de los cubanos con la alegría y la fiesta, y en general el hecho de que los habitantes del tercer mundo no dejemos de tener diversiones a pesar de nuestras dificultades económicas o de la calidad de vida que puede llegar a ser muy baja, en cierta forma conduce a esta romantización de la pobreza, y a una serie de ideas relacionadas con ella, como eso de que a pesar de nuestras carencias somos más felices que los habitantes de los países desarrollados, que disfrutamos más la vida, o que vivimos una vida más frugal y, por tanto, menos complicada. Incluso, una vez me intentaron justificar esto de los “pobres contentos” en el caso de ciertas comunidades africanas, diciendo que el aislamiento y la falta de información les permite una ignorancia que los hace estar satisfechos con su escasez.

   Estos argumentos minimizan las realidades duras y deshumanizantes del subdesarrollo y la pobreza. Así que no, no puede ser. No puedo aceptar que nadie me diga que las personas de los países pobres a pesar de los problemas somos más felices. No, porque objetivamente la vida en estas regiones puede llegar a ser durísima, de formas que resultan inconcebibles para los nativos de países desarrollados. Empezando por la falta de seguridad, de movilidad, de buenos alimentos, de vivienda estable o en buen estado, o de educación, puede, por ejemplo, acontecer que estos “pobres pero felices” contraigan una enfermedad perfectamente curable pero que no puedan recibir la atención necesaria por no tener a su alcance en su país o comunidad las medicinas ni las tecnologías adecuadas para un buen diagnóstico y tratamiento. Y aunque es verdad que los sistemas de salud de los países desarrollados no son perfectos, para muchos vistos desde el tercer mundo resultarían más bien cercanos la ciencia ficción.

    En general las oportunidades de realización y de progreso de las personas que viven en países pobres están siempre muy limitadas, y aun cuando las tienen, para desarrollarlas parten de una posición inicial desventajosa con respecto a otros con mejor posición social, económica o geográfica. Y no me refiero solo a la satisfacción de las necesidades básicas, sino también a la práctica de otras actividades humanas como el deporte, el arte o la ciencia, en estos lugares.

       Además, aquellos que hemos vivido estas experiencias entendemos los efectos devastadores que años de crisis económica pueden tener en el bienestar emocional y físico de las personas. La gente sobrevive, pero se va consumiendo, llenándose de amargura, conformidad, desesperanza y frustraciones; quedándoles, a la larga, tan solo ese momento del baile y la fiesta -en muchos casos también del alcohol-, como único medio de realización parcial y de escape de una situación en la que no quisieran estar, pero sobre la que no tienen todo el control. Entonces no, los nativos de los países no desarrollados no somos “pobres, pero felices” y no hay que admirarnos por eso. Porque nadie, si le dieran a escoger, escogería la miseria.

“Enganchando” extranjeros

       Otra cosa que enseguida me irrita es lo común que es encontrarse con personas que nada más conocerte te menciona a aquella cubana que conoce o de la que le contaron, que se casó con un extranjero para salir de la Isla. Y es verdad que hay miles de cubanas y cubanos que han emigrado a través de un matrimonio. Yo misma conozco varios, desde los que se casaron por amor hasta los que lo hicieron solo por la visa; desde los que les fue bien en el matrimonio hasta los que acabaron separándose y regresaron a Cuba o siguieron su vida en el extranjero; incluso, sé de un caso en que a la cubana que “enganchó” al extranjero la hallaron, después de meses de búsqueda, descuartizada en un latón de basura.

         Este problema de los matrimonios por “interés” es bien complicado, porque para empezar “interés” no es solo interés económico y quien se casa siempre espera obtener un beneficio de ello, sea espiritual, material, o ambos. No olvidemos que el matrimonio, además de un compromiso, es también un contrato, pero esto no es lo que quiero discutir aquí. Tampoco pretendo juzgar a los cubanos que tienen relaciones de pareja con extranjeros, por los motivos que sean, de hecho, el problema es que casi todas las veces que me han hecho comentarios sobre esto ya ellos vienen juzgados, o más bien juzgadas, porque las historias son siempre de mujeres.

      No te dicen: “tengo una conocida cubana cuyo esposo es de tal otro país”; te dicen: “conozco una cubana que se casó con uno de tal país para salir de la Isla”. Y ¿saben?, aun cuando muchas veces el esposo del que supuestamente estas mujeres se aprovechan está bien claro de los términos de su transacción matrimonial, y hasta la ha buscado así -que también los conozco-, son pocas las veces que este comentario no me ha sonado, como mínimo, de muy mal gusto. Claro que no están diciendo nada directamente de mí, ni siquiera de la “conocida cubana” que se alude, pero creo que todos sabemos lo que suele pensarse de las mujeres que se casan por interés, el nombre que se les aplica, la profesión con la que se las asocia, todo lo negativo que pesa sobre quienes la ejercen, y el poco respeto con el que se las trata.

       Esta es una de las situaciones a las que todavía no sé cómo reaccionar de manera por completo asertiva, porque, aunque siempre trato de no tomarme demasiado personales los comentarios sobre mi nacionalidad, y de darles a mis interlocutores el beneficio de la duda, en este caso ¿qué es exactamente lo que me están queriendo decir? Porque para conectar conmigo como cubana, con hablarme de la salsa o del tabaco tienen, aunque no sea lo mío, ¿por qué acudir entonces a algo que en muchos ámbitos suele considerarse como degradante para la mujer?

La Cuba increíble

       Cuando estaba en la secundaria y el pre, recuerdo que en Geografía siempre se hablaba sobre los riesgos de la globalización como un proceso inminente de homogeneización de todas las culturas. Pero creo que a nivel mundial las culturas se resisten, porque eso todavía no ha pasado. En el caso de Cuba tenemos varios factores históricos que han determinado que nuestras dinámicas de vida se aparten bastante de los estándares a nivel mundial, entre ellos: el carácter socialista de nuestro estado, establecido en 1961; el embargo económico de los EE. UU., desde 1960; y la crisis económica y social casi continua que hemos vivido desde la desaparición del campo socialista allá por 1990. Debido al resultado singular de estas y otras circunstancias, es bastante común tener con no cubanos estas conversaciones tipo aclaración de dudas que comienzan con un: “oye, yo leí esto, o me dijeron aquello, o vi en tal cosa en YouTube… ¿es verdad?”

    Una vez, por ejemplo, hice un comentario aludiendo a una amiga cubana que nació en uno de los mejores barrios de La Habana y que no estaba acostumbrada a circular por barrios como el mío, un poquito más marginales. Unos minutos después una de las personas presentes se me acercó en privado y me preguntó cómo era eso de que en Cuba había unos barrios mejores y otros peores si él había leído que después del triunfo de la Revolución las diferencias económicas y sociales ya no existían. Lamentablemente, tuve que destruir su fantasía y contestarle que sí, que existen; que, en el momento de mayor esplendor de la Revolución, allá por los años 70 y 80 del siglo pasado, estas diferencias no lograron borrarse y que las dificultades económicas de las últimas tres décadas no han hecho más que acentuarlas.

       Otra duda que de primeras me pareció curiosa pero que hallo completamente lógica, fue la de un amigo que quería saber si era verdad que en Cuba para conectarse a internet había que ir a un parque. Y sí, esto fue verdad. Allá por el 2010, y antes del 2018 cuando comenzó en la Isla el servicio de datos móviles, la única manera, y que aún funciona, en la que cualquier ciudadano podía acceder a internet para uso personal era a través del servicio público de wifi, por lo general instalado en lugares como plazas y parques. Así que en esa época era muy común ver a personas con laptops o celulares en estos parques navegando o haciendo videollamadas, casi siempre con miembros de su familia radicados en el exterior. De hecho, en el tema familiar las cosas podían ponerse bastante intensas; recuerdo una discusión de pareja muy dramática que presuntamente condujo a divorcio entre una señora y su esposo en el extranjero, de la que fuimos testigos todos los que estábamos en ese momento en el parque, conectados a internet o en mi caso, esperando una guagua.

       Ahora bien, una petición que me hacen con mucha frecuencia, y que yo de verdad detesto, es la de explicar cuánto de verdad hay y en qué consisten las carencias económicas de las que normalmente se quejan los cubanos. Ejemplos sobre esto existen miles, los cubanos sabemos, pero el concepto de crisis económica aplicado a la Isla tiene una connotación distinta a si se aplica a Europa, o incluso a otros países de Latinoamérica. Y sucede que, cuando explico que en Cuba no existen prácticamente supermercados ni tiendas en el sentido más convencional, y digo que si ahora mismo yo quisiera comprarme no sé, cuatro tenedores, lo más eficiente sería irme a alguno de los cientos de sitios online de compraventa e intercambio y dejar un mensaje tipo: “Busco cuatro tenedores”, que perfectamente puede ser respondido con un: “Tengo seis que eran de mi abuela cuando se casó; te los dejo por diez libras de arroz o cinco de leche en polvo de la amarillita, dos cartones de huevos y cuatros blísteres de paracetamol, o el equivalente en dólares americanos”, pues no te creen, porque qué es eso de un lugar sin tiendas.

       Y si entras al tema de las dos, tres o cuatro monedas, que ya ni se sabe cuántas son; o empiezas a comparar los precios de los productos básicos con el salario medio o el mínimo e intentas explicar que aún así la gente sobrevive, ahí sí terminas en un berenjenal del que ni tú mismo sabes cómo salir… y tampoco te creen. Y claro que me frustra que no me crean, ya que no tengo nada que ganar o perder al compartir estas experiencias. Sin embargo, comprendo lo increíble e ilógico que puede sonar la descripción detallada de la cotidianidad en Cuba para quienes no la han vivido. Por eso mi respuesta a los “es que no tiene sentido, eso que dices no puede ser verdad” es simple: “No me creas: ve a Cuba y vívelo”.

Mente abierta y un poquito de sentido común

      Sí, mente abierta y un poquito de sentido común es lo que hace falta, sobre todo en nuestras primeras interacciones con personas de culturas diferentes y lejanas a la nuestra. Sentido común para entender que los otros no tienen por qué tener conocimientos profundos sobre nuestro país de origen, y que no todo comentario relativo a nuestra nacionalidad es personal o está hecho con mala intención. Al mismo tiempo, debemos estar preparados para reconocer y enfrentar los comentarios insidiosos y, como decimos los cubanos, “darles el parón”, pues tampoco se trata de permitir que se use nuestro origen para denigrarnos.

      Mente abierta para no olvidarnos de que, en tanto extranjeros ante las personas de naciones distintas a la nuestra, nosotros también podemos, sin quererlo, resultar graciosos, un poco incómodos y hasta irritantes. Recuerdo a un polaco que conocí en un evento que no dejaba de quejarse diciendo que ya no aguantaba ni a un americano más asombrándose en Europa cada vez que encontraba un edificio viejo. Pero claro, si uno viene de un país donde la construcción más antigua es del siglo XVII y de pronto se topa con una pared levantada por los romanos antes de nuestra era, pues queda fascinado; como mismo quedan fascinados los europeos del norte cuando llegan a una playa del Mediterráneo o del Caribe.

   Al final, cuando se encuentran dos personas de distintas nacionalidades, la curiosidad, el desconocimiento, la fascinación, incluso el miedo, pueden ser recíprocos. Y si se quiere llegar en ese encuentro a un punto menos superficial y más interesante, ambos deben estar dispuestos a dejar atrás sus ideas preconcebidas y entender que más allá de haber nacido en uno u otro lugar, cada individuo es un universo aparte.