¿Recuerdan esa serie tan popular de principios de los 2000, sobre un médico brillante pero atormentado, que dirigía el departamento de diagnóstico del ficticio Princeton-Plainsboro Teaching Hospital? Sí, aquella en la que el protagonista investigaba casos raros, sometiendo a sus pacientes a procedimientos extremos, después de los cuales casi siempre estos habían estado más cerca de morir a causa de los métodos para diagnosticarlos que por la enfermedad en sí. Una serie en la que el Dr. Gregory House —interpretado por Hugh Laurie—, además de destripar a sus pacientes mientras intentaba salvarlos, tenía la encantadora costumbre de acosar a sus subordinados y sabotear la vida —personal y profesional— de sus superiores y amigos.
¿Y qué recibía a cambio el ilustre médico? Pues, además de la adoración de los fanáticos del show —que sí, era muy entretenido y estaba muy bien hecho—, contaba con la idolatría de sus colegas y la permisividad de sus jefes. Estos, ante sus constantes extravagancias y maltratos, solían describirlo como “un niño de seis años incapaz de controlarse”, al que había que seguir de cerca para limpiar sus desastres en nombre del “bien” que causaba a sus pacientes gracias a su “genialidad”. Y aunque en algún punto de la serie pareciera que House va a hacer un pequeño esfuerzo por los demás y a dejar atrás sus comportamientos irrespetuosos, recordemos que casi llegando al final, en la séptima temporada, el renombrado doctor estrelló un automóvil contra la fachada de la casa de su ex porque…, bueno, ella quería seguir siendo su ex.
…
Si a las generaciones actuales se las llama "de cristal" y se las critica por ofenderse por todo, bien podríamos llamar "de hormigón" a las de algunas décadas atrás, hechas a aguantar. Y en el medio estamos nosotros, los milénials, mirando a ambos lados cual Jano y todavía un poco asombrados de cómo formas de trato en el ámbito laboral que antes se consideraban normales hoy clasifican como acoso.
A lo largo de la serie, el doctor House no solo humilla a sus subordinados y colegas de manera habitual, sino que interviene en sus relaciones personales —incluidas las amorosas—, los obliga a secundarlo en prácticas moral y legalmente cuestionables, y varias veces actúa de forma directa sobre el curso de su vida profesional para obligarlos a tomar las decisiones que él, y no ellos, considera correctas. A los miembros de su equipo los pone constantemente a competir entre ellos, los califica de débiles, de no estar a su altura, e incluso de no tener la fortaleza psicológica necesaria para soportar sus arbitrariedades. Y cuando alguno de ellos intenta quejarse, o simplemente decide irse a trabajar a un ambiente más sano, la narrativa de la serie lo presenta casi como una traición.
Por si fuera poco, la cultura laboral del Princeton-Plainsboro Teaching Hospital nos dice todo el tiempo que, como el doctor House es un “genio”, hay que tolerarle todas sus excentricidades; que su comportamiento está justificado por los resultados con los pacientes, y que para su equipo es un “honor” trabajar con él. De esta forma, House se pasa la serie rodeado de un conjunto variable de médicos casi siempre jóvenes y altamente capacitados, pero profundamente miserables. Sí, miserables, puesto que emplean casi todo su tiempo tratando de demostrarle a él, de demostrarse entre ellos, y de demostrarse a sí mismos que pueden dar lo mejor de sí incluso en un ambiente tan tóxico.
De lo que ningún personaje parece darse cuenta es de que ese mismo trabajo sería posible hacerlo en condiciones mucho menos destructivas. No obstante, lo que más me impacta de esta serie es que si hago una lista de las situaciones de maltrato que recoge, puedo decir —y no exagero— que a todas las he visto en la vida real. A fin de cuentas, la academia es el caldo de cultivo perfecto para el florecimiento de esas personalidades mitómanas que gustan de afianzar su poder a través de ejercer el máximo control posible sobre un ambiente formado, en su mayoría, por hordas de jóvenes aspirantes dispuestos a lo que sea por desarrollar su vocación y convertirse en científicos respetados.
Después de ver esta serie completa por segunda vez hace unos meses, leyendo y pensando un poco más, y recordando aquello que dijo Borges de que lo que hace un hombre, pueden hacerlo todos los hombres (o sea que, en principio, todos podríamos convertirnos en abusadores), comencé a preguntarme cuáles son los mecanismos sociales y psicológicos que contribuyen, inlcuso hoy, a la normalización del acoso laboral. Por ese camino llegué a las conclusiones que ahora les comparto.
De acosadores y acosados
Desde la humillación pública y la invasión de la vida privada, hasta la descalificación profesional, el aislamiento social, el sabotaje o la obstaculización del trabajo, el control excesivo injustificado, las amenazas más o menos explícitas, las represalias, la manipulación del entorno fomentando competencia destructiva entre compañeros o dividiendo al grupo para evitar la solidaridad, y un largo y lamentable etcétera, el acoso laboral es más común de lo que se piensa.
Pero ¿por qué se produce? ¿Porque para ser jefe hay que ser psicópata y quien aspira a un puesto de dirección lo hace soñando con explotar subordinados? Aunque esta explicación sea atractiva —y todos, en algún momento, hemos disfrutado despotricando de nuestros superiores—, hay que aceptar que el acoso es un fenómeno multidireccional, que se puede dar entre pares e incluso venir de alguien inferior en la organización jerárquica.
Y es que más allá de la dinámica facilista de jefes malos y víctimas débiles, este no es solo un problema individual, sino social, que se produce en contextos donde las estructuras de poder, la cultura organizacional y la falta de control institucional permiten que ciertas personas ejerzan violencia psicológica o simbólica sin consecuencias. De hecho, los acosadores pueden tener distintos perfiles y motivaciones, y aunque es común que actúen impulsados por una necesidad de controlar, dominar o dañar, su actitud puede derivarse también de la activación de mecanismos de defensa ante un entorno que les resulta hostil.
Pero vayamos por partes y continuemos con nuestro caso de estudio.
El entorno como incubadora: las estructuras que permiten el abuso
La envidia, la inseguridad, la frustración personal, ver a los colegas como obstáculos o competidores, la necesidad de controlar, dominar o simplemente sentirse superior, o ciertos rasgos de personalidad, pueden influir en la propensión de alguien a ejercer acoso laboral, ya sea de forma sistemática o puntual. Pero también las presiones externas —la precariedad, la necesidad de mostrar resultados como sea, la lucha por mantener el puesto— pueden llevar a muchas personas a confundir exigencia con maltrato, o a reproducir dinámicas abusivas que han visto funcionar. En estos casos el acosador no es más que el resultado lógico de estructuras que premian el control, la competencia y la productividad por encima del respeto y el cuidado.
Por otra parte, es común que, desde su propia perspectiva, el acosador “no acose” y crea tener razones válidas, muchas veces enmarcadas en la lógica de un bien mayor (aunque solo sea para él), de la eficiencia o la corrección. A esto hay que sumarle un factor clave: la impunidad aprendida. Cuando alguien ha acosado antes sin consecuencias tenderá a repetirlo. Muchos acosadores fueron antes víctimas o testigos de acoso. Aprendieron que esa violencia es parte del sistema: “A mí también me trataron así y no me quejé”; y que muchas veces se tolera y hasta se recompensa.
Volviendo al Dr. House, la normalización de sus abusos se apoya en el mito del genio: su crueldad e irreverencia son interpretadas como señales de brillantez. Este no es un caso aislado. En numerosas narrativas culturales se glorifica al “genio torturado”, perpetuando un modelo laboral donde el abuso no solo se permite, sino que se romantiza. Así, se presenta al acosador como alguien brillante, incomprendido, fascinante, reforzando estereotipos dañinos sobre el liderazgo y el éxito, y generando empatía con quien ostenta el poder, como si su violencia fuera parte inevitable de su talento. Para mí este tipo de acosador resulta particularmente interesante porque el abuso ocurre de manera pública, llegándose a aceptar sus maltratos como parte natural del ambiente de trabajo.
Pero no solo los “genios” tienen el permiso de acosar de manera abierta sin consecuencias. Otro perfil de acosador frecuente y relativamente aceptado es el del “iluminado”: esa figura de moral superior que se escuda en ideales o causas nobles para justificar la explotación en nombre del sacrificio, y deslegitimar cualquier reclamo apelando a la culpa (los cubanos, de esto, sabemos bastante). Son los que manipulan el agradecimiento como mecanismo de control emocional, convierten la vocación en excusa para exigirlo todo y dar poco, y hacen del “aguantar” una virtud incuestionable. Sin embargo, bajo su discurso altruista, suele esconderse una estructura autoritaria que normaliza el abuso como parte del camino al mérito.
Muy cercanos a los iluminados morales están los que, sin una causa trascendental, se aferran a las normas y discursos institucionales. “No soy yo, son las reglas”, dicen, mientras aplican el reglamento con rigurosidad quirúrgica a la primera oportunidad que tienen para castigar a cualquiera que potencialmente podría cruzarse en su camino; mismo reglamento que no les importa saltarse cuando se trata de ellos. Son los guardianes del orden solo cuando les conviene, los que invocan la burocracia como escudo para el maltrato y como coartada para la falta de humanidad. Detrás de su aparente neutralidad, hay una forma cínica de poder: ejercerlo sin asumir responsabilidad. Este tipo de acosador laboral es muy peligroso, porque al final, en cada centro de trabajo las reglas están ahí, y se supone que hay cumplirlas. Pero cuando esas reglas se aplican de forma inhumana y selectiva, se convierten en herramientas de castigo, no de justicia. Este tipo de abuso se ampara en lo legal para despojar de legitimidad cualquier reclamo, haciendo que incluso las víctimas duden de su derecho a cuestionar lo que viven. Así, la estructura institucional se convierte en aliada del abuso, no en su límite.
Estas situaciones en las que el acoso es público y recibe anuencia institucional plantean un doble desafío para las víctimas, ya que no bastaría con denunciar al abusador, sino que prácticamente estarían obligados a irle de frente a un sistema, y a un colectivo de personas, que de manera abierta permiten el abuso. Si esto se suma al miedo a las represalias, a no ser creídos o a dañar su carrera; a la desconfianza en los sistemas de denuncia; a la falta de pruebas, especialmente en casos de acoso psicológico; y al desconocimiento de los propios derechos laborales y de las leyes contra el acoso, se comprende muy bien por qué, a pesar de que en estos casos el maltrato ocurra a ojos vista, pocas veces las víctimas se deciden a denunciar. Lo común, al menos en mi experiencia, es que quienes no desean seguir sufriendo o apoyando estos ciclos de abuso buscan un nuevo lugar o grupo de trabajo, quedándose en los viejos solo quienes de una forma u otra aceptan vivir siendo parte de esas conductas negativas.
Acoso velado, acoso puntual y acoso colectivo
En contraposición a este acoso laboral más público y sistemático, en el que en el perpetrador cuenta con instituciones que legitiman su violencia, existe otro silencioso, practicado por aquellos que, al no creerse amparados por las estructuras sociales o queriendo trasmitir una falsa imagen de armonía o corrección, son conscientes de la necesidad de enmascarar su hostilidad y cuidar las formas. Son quienes dañan desde las sombras, dejando caer su veneno poco a poco y en privado. Y son también los casos que más se discuten, quizás porque son en los que con mayor facilidad la culpa se puede hacer caer en una única persona y no en todo un sistema o institución.
También existen quienes acosan de manera puntual, no sistemática ni genérica, sino a una persona específica en un momento dado, a menudo alguien con talento, proyección o prestigio. El objetivo en este caso es “poner al acosado en su lugar” para que no opaque, un patrón muy habitual en entornos competitivos o altamente jerarquizados. No obstante, este "mantener en su lugar al subordinado" puede darse también de manera abierta y hasta colectiva.
Esto último es algo que viví en mis primeros años de trabajo, cuando cada vez que teníamos en el departamento un seminario de investigación de algún maestrante, doctorante o, en general, de algún científico joven, su trabajo y aptitudes eran fuertemente juzgadas por parte considerable de los profesores de más experiencia y algunos jóvenes entusiastas de ellos, llegándose incluso a la burla y la ironía disfrazada de comentarios constructivos, a fin de disminuir tanto a la persona como a su investigación. Uno no iba allí a mostrar sus resultados y retroalimentarse para continuar creciendo como científico, sino a defenderse con uñas y dientes de un ataque que podía ser muy despiadado y tener consecuencias más allá de la propia presentación.
Después de asistir a varias de estas actividades, yo estaba aterrorizada, porque por mucha calidad que tuviera la investigación nada ni nadie parecía ser suficientemente bueno, nunca. Y digo más, uno de los impactos a largo plazo que más he podido observar de este ambiente, es la existencia de un gran número de científicos (hombres y mujeres) que a pesar de haber desarrollado buenas investigaciones y haberse dejado la piel en sus tesis de maestría o doctorado, están convencidos de que todo su trabajo fue una mierda, de que son un fraude y de que no merecían las buenas notas que sacaron. O sea que, a larga, se generaron profesionales altamente cualificados, sí, pero también inseguros e inconscientes de lo que en realidad valen. Profesionales listos para seguir siendo maltratados, y ayudar a que maltraten a otros como parte de un sistema donde estas formas de “educar” estaban normalizadas y sostenidas por el miedo al poder, y por el miedo a perder el poder. A fin de cuentas, como solía decir un colega y amigo, la relación entre profesor y estudiante (en este caso también estudiante graduado, de doctorado o maestría) es como la de la piedra y el huevo: si la piedra le cae arriba al huevo, lo rompe; pero si el huevo le cae arriba a la piedra, el que se rompe también es él.
Acoso laboral y liderazgo
Aunque el acoso se da también entre pares, muchas veces promovido por la competencia entre individuos e incluso entre departamentos o divisiones de una misma institución, es cierto que está muy ligado al tema de la jerarquía y que existe una normalización del maltrato como forma de liderazgo. El abuso laboral puede ser interiorizado por empleados como señal de fortaleza profesional, de rigor, de seriedad o de la capacidad de dirigir de sus superiores.
En varias ocasiones que he podido presenciar, la emergencia de un jefe abusador ha estado ligada a un liderazgo inefectivo. Ser capaz de organizarse de manera eficiente y de comunicar las órdenes a los subordinados de forma que estos las entiendan y acaten; o el llamar la atención con autoridad, pero sin necesidad de caer en faltas de respeto, es un arte que no todos poseemos de manera natural y que hay proponerse aprender. Quienes hemos dado clases sabemos que mantener el control de un aula no siempre es fácil ni evidente, y que la línea entre ser un maestro amigable y respetado, o un insufrible autoritario es bien fina.
Por eso, más que con psicópatas declarados, que igual los hay, sí me he topado varias veces con personas que, a pesar de estar a cargo de un grupo más o menos grande de trabajo, son incapaces de liderarlo bien y terminan proyectando sus propias inseguridades e ineficiencias hacia sus subordinados mediante imposiciones y maltratos porque, en el fondo, no tienen idea de cómo dirigirlos de otra forma. Intentan así no solo reforzar su autoridad, sino minimizar a quienes podrían cuestionarlos o exponer sus faltas.
Asimismo, el acoso por parte de un superior puede ser una forma de canalizar culpas. A muchos les resulta conveniente tener a mano un chivo expiatorio, un subordinado al que responsabilizar cuando las cosas salen mal. Esto suele ser típico de los entornos en los que los jefes están sometidos a métricas estrictas: diagnósticos acertados, artículos publicados, becas ganadas, fondos obtenidos, rankings… El líder puede volverse perfeccionista, impaciente y agresivo, y por miedo a fracasar ante sus superiores, situar toda la culpa en uno o varios subordinados en lugar de aceptar la parte que le toca como responsable último de la eficiencia del equipo.
Sin ánimo de justificar el acoso, creo que es importante comprender que, en ciertos casos, el propio acosador está inmerso en una lógica que lo presiona desde arriba y lo deshumaniza, convirtiéndolo en eslabón de una cadena de abuso. En otros la presión puede venir de abajo, cuando el jefe es más joven o ha sido antes subordinado de las personas que ahora lidera, o cuando por motivos ajenos al propio trabajo se espera de él un buen desempeño, por ejemplo, si la tradición familiar en cierto entorno laboral ha importado para su designación. En esta situación es muy típico que el superior devuelva con maltratos la condescendencia e incluso la incapacidad de respetarlo de sus subordinados, que lo siguen viendo como alguien incapaz de liderarlos o “inferior”. En cualquier caso, si bien considero que por ningún motivo deberíamos dejarnos abusar, conviene no olvidar que un día, quizás, ese jefe presionado también podríamos ser nosotros.
El acoso como un mal necesario
Pero si malo es que el acoso laboral ocurra, más inquietante aún es que muchas veces sea celebrado o percibido como "necesario" para alcanzar la excelencia por parte de los abusados. Siguiendo con ejemplos tomados de mi experiencia, recuerdo a un profesor conocido por ser muy agresivo con sus estudiantes, al punto de haber logrado hazañas como hacer a un hombre hecho y derecho llorar en la evaluación final de un curso de posgrado —de impotencia, me imagino; de saber que si le partía la cara a su bully, lo próximo era dejar carrera y trabajo. Este hombre se justificaba diciendo que si uno quería educar, la verdad había que decirla así, dura, a la cara, para que la gente la asimilara bien.
A pesar del miedo que causaba el citado maestro, es increíble la cantidad de exalumnos que aún hoy lo admiran, argumentando que era tan buen profesor que, aun con el calvario al que exponía a sus discípulos, era un privilegio recibir clases o tutoría de él. Y yo que creía que uno iba a la universidad a recibir educación y conocimientos, y no humillaciones... pero, nada, para muchos pasar por las manos (de-)formadoras de este hombre era simplemente “parte de crecer”, “de endurecerse”, “de formarse para la vida”. Y es que el maltrato durante la formación perpetúa una cadena de replicación, donde las víctimas de hoy se vuelven los abusadores del mañana ante la falta de modelos saludables de liderazgo y la naturalización del abuso como forma de enseñanza o exigencia.
Las víctimas de acoso laboral suelen desarrollar mecanismos de adaptación que los llevan al desgaste psicológico crónico, además de padecer ansiedad, depresión, insomnio, burnout, síndrome del impostor, pérdida del sentido profesional o vocacional, una dificultad para identificar el acoso como tal, y miedo al rechazo o al fracaso si se van del entorno. Esto florece especialmente en situaciones en las que los acosados se ven con pocas alternativas en su carrera o sufren presión por “aguantar” en ambientes laborales competitivos. En la serie, House no solo forma a médicos que luego reproducen sus actitudes, como su alumno estrella si de toxicidad se trata, Foreman; sino que varios de sus residentes enfrentan crisis personales, cambios de empleo fallidos y aislamiento a raíz de sus condiciones de trabajo.
No obstante —y esto, felizmente, lo digo también por experiencia—, tanto en la formación (ya sea de pregrado o posgrado) como en el trabajo, es posible que todo ocurra en un ambiente sano. Un entorno en el que la exigencia, el rigor, el buen hacer, e incluso las llamadas de atención, los regaños o la resolución de conflictos, formen parte del flujo natural del trabajo sin que para ello sea necesario recurrir a la violencia crónica. En ocasiones, basta con mantener el respeto, y con que las personas responsables quieran y sean capaces de atajar cualquier amago de conflicto con cordura y asertividad.
De la admiración al pasmo: amando lo que nos destruye
Para finalizar confieso que, para mí, lo más inesperado mientras leía y escribía sobre este tema, fue darme cuenta de que el acoso laboral no es siempre una conducta aislada ni oculta, sino que es el síntoma claro de un sistema que lo necesita, lo reproduce y lo alimenta de manera pública. Así, lo verdaderamente perturbador de House M.D. no es la existencia de un personaje como Gregory House, sino la profunda admiración que generó —yo misma fui parte de ese fenómeno—, mientras nos reíamos y disfrutábamos de sus ocurrencias sin cuestionar el precio oculto: el sufrimiento sistemático de quienes debían tolerar su maltrato para que él brillara.
Desde las estructuras laborales que premian la productividad, los resultados y los logros brillantes, sin importar el costo humano, hasta la meritocracia tóxica, que utiliza la “vocación” como excusa para justificar la explotación, se sostiene una narrativa peligrosa que normaliza el maltrato bajo el pretexto del rigor, la pasión por la profesión, la búsqueda de un bien mayor o el cumplimiento estricto de las reglas.
En el marco de un sistema que permite el abuso, donde los individuos lo aprenden y lo ejercen como estrategia, y la cultura lo valida y lo premia, en el fondo, sus verdaderos sostenes son el silencio y la complicidad colectiva. No solo lo mantiene quien lo ejerce, sino quienes lo toleran, encubren o romantizan. Quienes, ante la ausencia de protocolos efectivos, ante el miedo a perder oportunidades o a recibir posibles represalias, y ante la creencia interiorizada de que ser maltratado es parte necesaria del crecimiento profesional, hemos sido, en algún momento, parte de la masa de cómplices pasivos que protegen al abusador.
Por suerte, la vieja idea del “aguante” ha comenzado a ser reemplazada por la denuncia del abuso. Esta tensión generacional refleja un cambio real en la conciencia sobre el derecho a ambientes laborales saludables, impulsado por la creciente valorización de la salud mental. Lo que antes se soportaba en silencio, ahora se visibiliza y se combate cada vez más. Aún así, sigue siendo urgente exigir, y construir, estructuras de denuncia efectivas, romper la cultura de las “vacas sagradas”, es decir de los “genios” o los “intocables”, y redefinir el liderazgo desde la empatía y el respeto. Más aún cuando sabemos que un sufrimiento como el de los discípulos y colegas de House no es destino inevitable. También existen líderes que inspiran desde el respeto, y equipos que florecen desde la cooperación. Reconocer el abuso es el primer paso para romper con él, y comenzar a imaginar un trabajo que, además de productivo, sea humano.
Antes de terminar, aclaro que no pretendo con este artículo cancelar House M.D., ni borrar su legado, al contrario. Creo que este tipo de series, además de ser un buen entretenimiento, son herramientas poderosas para mirarnos al espejo, entender nuestro pasado e intentar cambiar el futuro a mejor.
Recursos de apoyo online para quienes sufren acoso laboral
Si te has encontrado o te encuentras en alguna de las situaciones descritas arriba o en otras similares, o si deseas profundizar en las formas de detectar y combatir el acoso laboral, estos enlaces podrían ayudarte: