Del Sol naciente al Caribe: La poco conocida historia de los nikkei cubanos

ISLA PERDIDAGRETEL QUINTERO ANGULOCUBA MULTICOLOR

Gretel Quintero Angulo

6/13/20256 min read

Akemi Figueredo Imamura y su hijo, nikkei cubanos de tercera y cuarta generación. (Foto cortesía de AFI.)

Nikkei es el término que los japoneses utilizan para referirse a su diáspora y a las comunidades que sus descendientes han formado alrededor del mundo. En la actualidad, el gobierno de Japón valora a estas comunidades como un puente cultural, económico y diplomático con otros países.

Aunque en apariencia muy alejados de nosotros, tanto geográfica como culturalmente, inmigrantes del Asia del Este llegaron a Cuba de manera regular entre el final del siglo XIX y la primera mitad del XX. A menudo agrupados bajo el apelativo de “chinos” —un término sin connotación peyorativa que alude, en especial, a sus ojos rasgados—, la presencia asiática en la Isla ha sido tan tranquila como persistente, hasta convertirse en algo cotidiano, de lo que ya nadie se sorprende porque reconocen como propio.

Más allá de la popularidad mundial del anime, el manga y la cultura otaku, los cubanos mantenemos una relación más antigua y profunda con nuestros ancestros asiáticos. Esta se expresa, por solo mencionar algunos ejemplos, a través de la enorme popularidad de las artes marciales en Cuba, actividad que practican tanto niños como adultos y que cuenta con organizaciones, exhibiciones y competencias a lo largo del país. También tenemos el arroz frito, un plato de la cocina china (¿?) tan habitual que lo mismo lo encuentras en restaurantes finos que en puestos de comida rápida. Los cubanos poseemos, además, una gran afición por la “pomadita china”, conocida también como “Tigre Blanco”. Este bálsamo asiático se puede usar, según Wikipedia, para aliviar dolores musculares y de cabeza, migrañas, tos, chichones y picaduras de mosquitos… pero nosotros lo usamos para todo 😉

El primer contacto documentado entre Japón y Cuba tuvo lugar en 1614, cuando la misión diplomática encabezada por el samurái Hasekura Tsunenaga hizo escala en La Habana durante su viaje hacia Europa. Sin embargo, la inmigración japonesa propiamente dicha comenzó en 1898, con el asentamiento en Pinar del Río del japonés Pablo Osuna, quien arribó procedente de México. Más tarde, en 1908, Misaro Miyaki se estableció en la Isla de la Juventud.

El flujo migratorio japonés continuó, alcanzando su punto más alto a mediados de la década de 1920. La mayoría de estos inmigrantes eran hombres jóvenes en busca de mejores oportunidades económicas. Casi todos se asentaron en el occidente del país, donde se integraron en sectores como la agricultura, la pesca, la minería, la industria azucarera, los servicios y el comercio. Introdujeron innovaciones como el uso de abonos químicos, y crearon cooperativas agrícolas y sociedades de apoyo mutuo con el fin de progresar colectivamente y preservar su identidad cultural. Al mismo tiempo, se fueron adaptando a la vida en Cuba y establecieron lazos familiares más allá de su comunidad.

Orquideario de Soroa, Artemisa, Cuba. (Foto tomada de Internet.)

Los inmigrantes japoneses fueron muy respetados en la Isla por su laboriosa tenacidad. Entre ellos destaca especialmente Kenji Takeuchi, quien fuera el desarrollador del Orquideario de Soroa. Proveniente de una familia noble de Hiroshima y formado en la Escuela Superior de Jardinería de Osaka, Takeuchi arribó a Cuba a sus treinta años, en 1931. En 1953 fue contratado para trabajar en el Orquideario, que entonces tenía una década de creado. Sin embargo, a Kenji se le considera su fundador técnico, ya que fue él quien logró, de forma sistemática, la adaptación y reproducción en el nuevo entorno de plantas importadas de otros países y de diversas regiones de Cuba.

Además de diseñar el paisaje del jardín, este floricultor experimentado y entusiasta logró cultivar más de 700 variedades de orquídeas, algunas de ellas creadas por él mismo. En la actualidad, el Orquideario de Soroa alberga la mayor colección de orquídeas de Cuba, es Patrimonio Nacional y forma parte de una Reserva de la Biosfera reconocida por la UNESCO.

Pero no todo ha sido miel sobre hojuelas para los nikkei cubanos. Durante la Segunda Guerra Mundial, tras la declaración de guerra a Japón por parte de la Isla en 1941 (luego del ataque a Pearl Harbor), los japoneses residentes en Cuba enfrentaron severas restricciones. Alrededor de 350 personas fueron recluidas en campos de internamiento en la Isla de la Juventud y La Habana, sus propiedades fueron confiscadas y muchos objetos culturales fueron destruidos.

Estos campos estuvieron operativos hasta marzo de 1946, a pesar de que Japón se rindió oficialmente en septiembre de 1945. El internamiento constituyó un golpe durísimo para la comunidad nikkei en Cuba, que tuvo que reconstruirse tras el fin del conflicto. A pesar de ello, muchos japoneses decidieron permanecer en la Isla, donde se les otorgaron derechos plenos como ciudadanos cubanos tras la revolución de 1959, abriendo paso así a una nueva etapa de integración.

Hoy en día, se estima que la comunidad nikkei en Cuba está conformada por unas 900 personas, muchas de las cuales residen en La Habana y en la Isla de la Juventud. La mayoría son descendientes de segunda a quinta generación, ya que en el país apenas quedan unos pocos issei, o inmigrantes japoneses de primera generación.

En una nación de alrededor de nueve millones de habitantes, los nikkei cubanos representan un grupo pequeño, sí, pero significativo dentro del diverso panorama cultural cubano. Desde el punto de vista institucional, cuentan con varias organizaciones dedicadas a preservar y promover su herencia, como la Sociedad Nikkei Cubana, su Comité Gestor, y una sede de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA Cuba).

Reunión de nikkei cubanos. (Foto cortesía de AFI.)

Desde ellas se organizan talleres de caligrafía japonesa, origami y gastronomía; clases de idioma y costumbres; intercambios culturales con la Embajada de Japón y se mantiene una presencia activa en redes sociales. Además, han impulsado programas de formación para jóvenes nikkei que les permiten reconectarse con sus raíces y con descendientes japoneses de otros países de América Latina y del mundo.

En muchas de estas actividades he podido participar gracias a mi amiga Akemi Figueredo Imamura, nikkei de tercera generación (nieta de japonés). Como miembro activo de esta comunidad, Akemi continúa expandiendo el legado cultural recibido de su abuelo, promoviendo con pasión las tradiciones japonesas y fortaleciendo el vínculo entre las nuevas generaciones y sus raíces.

Además de impartir clases de japonés básico y talleres culturales a niños y adolescentes, Akemi, desde su formación en Información Técnica y Bibliotecología, aporta profesionalmente a la conservación y documentación de la historia de la emigración japonesa en Cuba. Su entusiasmo es contagioso: su hijo de ocho años ya quiere aprender el idioma de sus ancestros, y gracias a ella yo descubrí la música tradicional japonesa, me animé a leer más sobre esta historia poco contada, y encontré la inspiración e información para escribir este artículo.

Porque Akemi —como tantos nikkei en Cuba— no solo honra sus raíces: las cultiva, las comparte y nos recuerda, con generosidad, que la identidad también se construye entre todos.

Taller infatil de creación de Koinobori -banderas o cometas con forma de carpa que se izan en los hogares y lugares públicos- y Kokeshi -muñeca tradicional japonesa. (Foto cortesía de AFI.)